Es difícil concebir cualquier manifestación
popular en la que predomine el silencio habiendo nacido y desarrollado su vida
en un barrio como el de Triana, en el que sus gentes nacieron para el cante, el
baile, la guitarra, el zumbido continuo de los alfares y los cantes de acarreo,
carga y descarga…
Pues el milagro se produce cada año. La salida
del Cristo de Pasión y Muerte nos traslada a la tierra más recóndita de la
geografía española. El silencio se solidifica en cada esquina del recorrido. La
música de capilla te impide casi la respiración. Y Triana, porque lo quiere,
porque se lo pide el cuerpo, calla como si un viento repentino y potente
hubiese soplado y apagado todas las velas de la vida.
Triana, quien lo podría pensar mirándonos de
lejos, sabe callar. Y sabe vivir ese rato de impresión. Y los bares apagan las
luces al paso del Cristo. Y las gentes se pegan a las paredes y pierden las
miradas sobre la imagen que se confunde con el negro de la noche. Paran coches,
silencian los camareros sus voces… Estamos con un pueblo sensible que, si
canta, baila, hace música, hace cerámica y la sabe pintar, tiene que ser sabio
y culto. Y así lo demuestra ante su Cristo de la calle Virgen de Fátima.
Cuando el breve, pero profundo cortejo ha
pasado, vuelven poco a poco los murmullos, como quien sale de un golpe fuerte,
para terminar rompiendo en voces y risas celebrando la llegada de la Primavera
un Viernes de Dolores en el cual ya sobra hasta el chaleco.
La única de silencio del barrio y la única de
Sevilla que se ve obligada, por razones de orden arquitectónico, a sacar la
Imagen en actitud yacente, para volver a elevarla, una vez en la calle, con un
sencillo sistema mecánico y así recobrar su postura natural y digna.
Joaquín Arbide
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